El placer y la practicidad del manejo y sus costos morales impensados

Manejar es tanto práctico como placentero. Sin embargo tiene costos que exceden lo económico.

El estado placentero en el que entran la gran mayoría de las personas cuando conducen un vehículo, es decir, desde el primer momento en el que se sientan en el asiento de adelante (siempre poniéndose el cinturón de seguridad que es una responsabilidad inobjetable para con la seguridad propia y para con la conducta ejemplar que se debe proyectar hacia el resto de la ciudadanía, especialmente los más chicos, nuestros hijos e hijas) y apoyan sus dos manos en el volante, está comprobado que el cerebro produce descargas químicas que avivan los sentimientos de placer y entusiasmo.

Este es uno de los principales motivos por los cuales las personas manejan en todas partes del mundo, sumado a lo conduntentemente práctico que este medio de locomoción resulta para poder realizar los quehaceres diarios y desplazarse con comodidad y rapidez a lo largo de los grandes territorios que componen las ciudades modernas, donde emerge el automóvil ya a principios del siglo pasado como una respuesta práctica para poder desenvolverse la ciudadanía en estos nuevos conglomerados urbanos de gran extensión.

Queda muy claro a la vista de estos razonamientos y argumentos absolutamente consolidados por la historia, la tradición y las buenas costumbres que manejar es práctico y placentero, dos atributos que coinciden en pocas costumbres humanas de escala global. Si vemos estos no nos sorprende que se maneje en todo el mundo y en todo momento, todos los días que integran cualquier año común desde que el automóvil existe hasta el día de la fecha. Pero así como manejar es práctico y placentero, estos dos beneficios tienen un costo que es cuantitativa y cualitativamente mayor al del precio de la nafta y los mantenimientos regulares que todo vehículo, sin importar la gama o calidad, exige.

Este costo consiste naturalmente en el peligro al que se exponen quienes manejan por el solo hecho de introducir sus cuerpos vulnerables de forma voluntaria en un aparato que se desplaza a velocidades considerablemente mayores a aquellas para las cuales el cuerpo humano fue preparado, estando su resistencia física notablemente desfasada de esa rapidez que los automóviles proveen.

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